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74 Hay otra clase de personas tan numerosa como la anterior, que conocen á-Dios, le tienen por Padre y no le niegan en teoría los derechos -que sobre ellas tiene; más ¡ay! que en la práctica esas personas se acuerdan muy poco de Dios, le escatiman y regatean sus derechos, y le rinden vasallaje puramente exter- no ó poco menos, culto de simple ceremonia, que no llega muchas veces á satisfacer la deuda de estricta justicia que con Dios tenemos contraida; y éstos que así se portan, son, cof raras excepciones, los que pasan en el mundo por buenos cristianos. Hay, por último, otra clase de personas escogidas, que pe- netradas del fin de su creación y del objeto con que Dios las ha colocado en este mundo, sacan las conse- cuencias prácticas de estos luminosos principios, po- nen por la primera de sus obligaciones la de servir á Dios, y le dan el culto que El merece y que nosotros le debemos por infinitos títulos. A este último nú- mero pertenecen los religiosos, que por su estado se obligan á realizar perfectamente en si mismos la de- finición de la virtud de la religión; y cuando ellos son efectivamente tales cual su nombre indica y su profesión requiere, entonces son objetos de compla- cencia para Dios; son pueblo suyo, y gente santa, en frase del apóstol San Pedro. Partiendo, pues, de este principio, examinemos ahora por partes la deuda sagrada que con Dios te- nemos. Ante todo el hombre debe á Dios, el culto so- berano de latría que es propio únicamente del Dios vivo y verdadero. En segundo lugar, le debemos obediencia formal de todo lo que exige de nosotros, en todo lo que ordenan sus leyes justísimas y sacro- santas, ya lo manden bajo pena de pecado y condena- ción eterna, ya lo prescriban sin esta pena y rigor. En tercer lugar, le debemos todo lo que podemos hacer por su gloria y en su servicio, aunque El no lo mande bajo ninguna pena, porque todas nuestras obras, palabras y pensamientos le son debidos por el

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