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) ¡Qué insensiblemente, con qué lemtitud, pero de qué modo tan certero se apodera dél alma la tibie- za! Hoy es una falta de silencio que se comete con temor; mañana un poco de pereza y de indolencia en el servicio divino; luego -el abandono de ligeras mortificaciones; después los descuidos en la oración; tras de esto la disipación de espíritu que va alejan- do lentamente á Dios del alma, ocultándose por fin y dejándola privada de su luz y su calor, como nos deja el sol, cuando se oculta tras gigantescas cordi- lleras ó entre las ondas del mar. Así te ocultaste á mis ojos ¡oh Jesús del alma! y esta quedó en oscuridad y perdió poco á poco su alegría, su quietud y la paz que disfrutaba mientras te fué fiel. Una tristeza lenta. pero profunda, como el silencio del sepulcro, se apoderó de mi pec ho. que arrojaba hondos suspiros al aire y enviaba á mis ojos raudales de amargas lágrimas: Era que mi corazón sentía ya los estragos de la tibieza. Un día de retiro miré despacio el jardín de mi alma, y ví con dolor que las ortigas se habían apo- . derado de él, sofocando por completo las flores que en otro tiempo perfumaron el'ambiente. Esten- dí mi mano para arrancar aquella maleza, y..... ¡co- barde de mí! al sentir las punzadas de sus menu- das espinas y el escozor que producían, desistí..... y dejé que convirtieran en erial el jardín de mis amores. Más de una vez lloré al verlo así, como llora el niño enfermo que ama la salud y se resiste á to- mar las medicinas; y mirándolo, me acordaba de Jesús y decía para mi: El es Cordero divino que entre lirios se apacienta: ¿cómo ha de venir á este corazón ingrato, que sólo ortig ras produce? y transi- da de penas lloraba sobre mi 'almá, como el Profe- ta sobre las ruinas de Jerusalén. Por entonces enfermó una de mis hermanas, y puesta en el último trance de su vida, vino el Dios
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