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ñ ' ÍÑ e A A A 18 del Eterno, los astros, pregoneros de su gloria, la tierra, emblema de su fecundidad, las tempestades, ministros de sus justísimas iras, los mares, testigos de su inmensidad; y mares, tempestades, tierra y cielo, astros y flores, eran para su alma carbones que la encendían y abrasaban en amor de Dios. ¡Oh qué madre tan santa me dió el cielo por maestra, y cuánto bueno me enseñó! Para escribirlo todo, sería preciso entregar la pluma á la bulliciosa y ligera brisa de la mañana, á fin de que ella la moviera á su placer. Tenía mi Maestra pasión por las flores, y me enseñó un lenguaje misterioso que de ellas aprendió. Cada una era para ella símbolo de una virtud ó una pa- sión; cada una expresaba un sentimiento de su alma, ó era emblema de un afecto de los mil que bullían en su ardiente corazón. Hasta las ocupaciones más triviales de su vida estaban simbolizadas por las flores ó las plantas, de tal modo, que con el pequeño bocabulario formado por ella en una mano, y en la otra el ramo de flores que mandaba al sagrario, se entendía claramente lo que significaba, lo que quería decirle al Dios de la Eucaristía. Más de una vez me entretenía en este exámen, y ví que cada ramo de flores era una plegaria, una verdadera oración, y hasta una carta al Prisionero del Tabernáculo, la cual terminaba con el nombre de su fiel sierva. Pocos recuerdos de mi noviciado tengo tan graba- dos como éste en mi corazón. Como allí el silencio 8s perpétuo E riguroso, me servía de encanto y me era muy delicioso hablar sin abrir los labios, y expresar, sin ser oida los afectos de mi alma. Por esto gozaba, cuando decía mi Madre que la vida de una novicia debía parecerse á la mosqueta blanca, símbolo del silencio y la sencilléz unidos entre sí. Nosotras decíamos en cambio que su emblema era la rosa alejandrina, pues nos confortaba con la fragan- cia de sus buer 7s ejemplos.

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