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236 escosa tan abominable que Dios no la puede sufrir, y la toma como ofensa hecha á si propio, según aquello de Jesucristo: Qui vos spernit, me spernit. Y para incurrir en la indignación divina no se necesita en esta materia grandes cosas, 6, mejor dicho, bastan cosas que son tenidas por pequeñas entre religiosas habladoras y poco escrupulosas. Está una monja muy contenta con su oficio y obediencia, fiándose de su Prelada, pensando muy bien de ella y te- niéndole la estimación y cariño que como prelada merece; y viene la otra murmuradora y suelta una palabrita, como quien no dice nada, y con esa palabra desprestigia á la Superiora y arranca del corazón de la súbdita el aprecio, la confianza, la fe y el amor que tiene á su prelada, sembrando en lugar de eso sospechas, malicias y desconfianzas. ¿Piensas que la palabrita que causó tanto mal era culpa leve? Pues no, que es grave, y muy grave, aunque sea verdad lo que dijo. ¿Qué sería, pues, “si lo dicho no es cierto, sino sólo malicia y sos- pecha de su avieso corazón? Tratándose de esto, dicen los Santos que jamás digamos á nadie nuestras sospechas, y, si es preciso comunicarlas ó confesarlas para pedir consejo, que ni al confesor digamos el nombre de la persona contra quien se dirigen, para no ponerlo en el pe- ligro de sentir la misma tentación que á nosotros nos combate. Y siendo esto así ¿hay religiosas que tengan valor, no sólo para juzgar mal, sino para criticar y murmurar contra la obediencia y las preladas? ¡Oh, y á qué tiempos tan tristes hemos llegado! No sólo se hace eso, sino mucho más. En algunas comunidades no sólo está picado el fruto, sino secas las ramas y podrido el tronco del árbol santo de la religión; y ¿qué digo el tron- co? hasta la raíz está dañada, tan dañada que sólo el poder divino puede hacer el milagro de que bro- te nuevamente y dé frutos de virtud. ¿No son

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