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159 El voto de pobreza, además de los deberes parti- culares que dejamos mencionados, impone al religio- so un deber general, y es, el someterse á la vida común la cual consiste en que todos, desde el mayor al menor, y desde el primero hasta el último, tengan el mismo régimen en la comida, vestido, habitación, muebles, etc., todos conformes, todos sujetos á una mesa común, sin la menor dispensa ni privilegio en favor de nadie, á no ser que una enfermedad ú otra causa razonable lo exija; y en este caso la vida común puede tenerse por firme, porque sabido es que la excepción confirma la regla. Esta vida común es la personificación del espíritu de pobreza, y por eso los Superiores están obligados á mantenerla con solicitud, y los súbditos á observarla con pun- tualidad, huyendo desingularidades y enviando á la oficina común cuantos regalillos les envien par- ticularmente. El que esto no haga, bien podemos decir que queda reñido con la pobreza, y el que riñe con la pobreza, no está muy lejos de divorciar- se de ella, y el que se divorcia de ella, sentirá sobre sí los castigos con que Dios amenaza á los prevari- cadores de este voto. Llenas están las obras de los Santos Padres y las crónicas é historias de las órdenes religiosas, de re- laciones de sucesos tremendos con que Dios ha casti- gado á los transgresores de la pobreza. ¿Á quién no espanta lo que se lee en las crónicas antiguas de nuestra orden, de aquél hermano lego que apareció condenado por haberle ocultado al guardián un li- bro que tenía escondido? ¿Quién no se estremece al leer lo que mandó hacer San Gregorio Magno, sien- do Papa, con aquel monje que murió teniendo es- condidos tres reales; y eso bastó para que tan gran Pontífice le negara sepultura eclesiástica y lo tuvie- ra por excomulgado? ¿Quién no se pasma de lo que escribe San Agustín que hizo él mismo con aquel monje suyo llamado Januario, al cual después de
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