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50 EL LEON CONVERTIDO Yo, aunque se lo prometí, me creo con derecho de faltar á mi palabra, puesto que en publicarlo se intere- sa la gloria de Dios y el bien de las almas. ¿Quién sabe sialguna pobrecilla, que esté en la triste situación en que estaba entonces Rosa, se valdrá de la inocente y do- lorosa industria de que ésta se valió para convertir ásu padre? Y ahora, ¡válgame Dios qué descuido! ahora caigo en la cuenta de que, sin pensar, te he revelado el secre- to del cambio tan radical que noté en Rosita: no era otro que la conversión de Cecilio. Pero lo interesante, noes eso: lo interesante, lo edi- ficantísimo, lo digno de eterna alabanza, es lo que ella hizo para alcanzarle á su padre esa gracia del Cielo. Después de la última escena que presenciamos en casa de Cecilio, éste siguió yendo y viniendo á la taber- na y al casino; leyendo y releyendo esos periodicuchos, que debían ser más odiados y más perseguidos que la langosta 6 la filoxera; y por último, golpeando á la po- bre muchacha cada vez que el vino ó su odio á los cu- ras le privaban del juício. Rosa recibía los golpes llamando á su difunta ma- dre, invocando á la Virgen de los Dolores, y pidiéndole á Dios la conversión de su desgraciado padre. Un día que á los lamentos de la hija acudió una vecina. echá 4 Cecilio en cara su crueldad con esas vehementes y sig- mificativas expresiones que suelen tener en tales casos las hijas del pueblo. «¡Judío! tienes una hija que no la mereces. Si fuera, mía, la tendría yo entre cristales para que no la diera el aire. ¡Pobrecita! es una santa. Ella es una mártir y tú

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