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LOS DOS EXTREMOS 57 llorar y consolarme. Diciendo esto, se envolvió en su mantón; y como su edad y el decoro de su estado no le permitían ir sola, llamó á su ahijada para que la acompañara. Esta era la niña que venía con ella por el camino. Llegaron á la capilla en cuyo centro brillaba entre las sombras la efigie del Salvador atado á la columna. Las paredes llenas de exvoto (que demuestran la anti- gua fe de aquellos pueblos) aumentaban la veneración del santuario. Rosa se arrodilló llena de tristeza: apoyó su frente sobre la reja, rezó, suspiró, gimió y lloró amar- gamente por su extraviado padre. La niña miraba al Santo Cristo, cuyos hermosos y tristes ojos le pareció que pestañeaban, y asombrada se agarró á Rosa. Al ver las lágrimas de ésta, hizo un pu- Cherito, se la encogió el corazón, y empezó á llorar sin consuelo. Cuando le pasó la primera emoción preguntó sobre- cogida de miedo: Madrina, ¿por qué lloramos? y ésta abrazándola la contestó: Tú, hija mía, por culpas ajenas, yo por la salvación de mi pobre padre: y las dos vol- vieron de nuevo á romper en llanto. Así que Rosa lloró á satisfacción por aquel padre querido, se volvió corla niña á su pueblo. Aquella no- che sirvió la cena á Cectlio con un .esmero que rayaba en heroismo; pero no pudo menos que dejar escapar de su oprimido pecho algún suspiro. El padre la miraba, á veces con indiferencia, 4 veces con cariño: conocía su propia maldad y la virtud de su hija, reflexionó un poco, y aquella noche se acostó de- seando ser tan bueno como ella: pero al otro día fué al Y
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