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56 LOS DOS EXTREMOS en la calle más eses que forma en su curso un arroyo. Cuando Rosa, amaestrada por la experiencia, vió venir á su padre de este modo, palideció y comenzó á dar vueltas por la casa sin saber donde meterse. ¡Dios mío, que me mata! ¡Vírgen del Amparo, ¿dónde me escondo? ¡Jesús mío, dame fortaleza para su- frir por tu amor! Así exclamaba la pobre muchacha, cuando Cecilio llegó á ella, la cogió por el cabello, la ti- ró al suelo, y empezó á patearla, como si estuviera pi- sando uvas en un lagar. Entre los mil insultos que decía á su inocente hija, mientras arrojaba sobre ella sillas, platos y cuantos muebles le venían á mano, se oía el gemido de la pobre- cita que decía: ¡Ay! Isi mi madre me viviera! ¡madre, madre mía! Si no fuera por las últimas palabras que me dijiste en el lecho mortuorio, yo lo abandonaría; pero tu dulce memoria má obliga 4 sufrir este martirio; Je- sús mío, recíbelo tá en descuento de mis culpas y por el descanso eterno de mi madre. En esto, un plato, tirado con furia, vino á herir la cabeza de Rosa, que continuó diciendo: ¡Dios mío, por tu amor! Al ruido acudieron los vecinos de la calle: unos se llevaron ála muchacha para darla vinagre 1ado; otros á viva fuerza metieron á Cecilio en la cama, y le deja- ron allí, durmiendo la mona. Media hora después Rosa estaba á la cabecera de su | aletargado padre: besó enternecida aquella mano cruel, se acordó otra vez de su madre, se le oprimió el cora- 26n, y sintió la necesidad de llorar á gritos para des- ahogarse. Mi padre, dijo para sí, no despierta ya hasta la noche: tengo tiempo para ir 4 Torriios nedir por él 5 EU

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