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LA INGRATA 47 Tuvo un deseo grande de volver al mundo y lo puso en ejecución. Con increible frialdad se despidió de sor Guadalupe, que le dió un escapulario del Sagrado Cora- zón; y de las compañeras, que al verla marchar, llora- ban de compasión. Al salir de la iglesia se postró ante el Sagrario para despedirse también de Jesucristo. «Me voy, Señor, me voy, porque no puedo soportar la compañía de estas mujeres...» Y una voz salida del fondo del Tabernáculo la contestaba: ¡ingrata ingrata! Su dolor fué tal, que quiso volver á la Madre y pe- dirle perdón: se levantó para hacerlo, y... su orgullo la detuvo.—No, yo no vuelvo, dijo, y cayó de rodillas an te el altar, desvanecida, agitada y con los ojos desenca.- jados. Se levanta de nuevo, se dirige 4 la puerta, y, al abandonar aquel asilo de su juventud derramó una lá- grima sobre los dulces recuerdos que en él dejaba; pero á su amargo llanto, contestaba la voz de su conciencia: ¡ingrata ingrata! Aurora volvió al mundo y allí perdió su hermosura y su gracia, como la pierde una flor arrancada de las márgenes de un arroyo, para ser trasplantada á un á4ri- do desierto. A los sueños de ventura que tenía en el claustro, sucedieron muchos sueños tétricos en que le parecía ver escrito por todas partes con negros caracteres esta fatal palabra: ¡ingrata! Pasaron dos años. El último día de Carnaval, un c« che de alquiler des- empedraba las calles de B... arrastrado por un caballo
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