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> mos LA INGRATA í horas orando al pié de los altares Ó entonando de alabanzas al Dios de su corazón. Así pasó muchos días, muchos meses, y muchos ud y devoción. Mas años, creciendo siempre en virt ¡ay! aquellos días tan serenos y claros fueron oscureci- dos por un negro nubarrón. 3rotaron las pasiones en el corazón de la niña y flo- recieron en él la envidia, el orgullo y el deseo de agra- dar. Desde entonces fué menguando su amor á Dios, sus deseos del cielo y su hastío de la tierra. Un día se paró á escu har los halagos del mundo, y desde entonces cayó en la más profunda tibieza. La hermana Guadalupe, á cuyo cargo estaba la jo- ven Aurora, observó la mudanza de ésta, y temió por ella. Conoció la enfermedad que comenzaba á minar la salud de sa alma, y para contrarrestar le aplicaba con frecuencia eficaces remedios. «Aurora, - le decfa;-—Dios desprecia á los soberbios y da su gracia á los humildes: El que se humilla será ensalzado, y el que se ensalza se- rá humillado. Estas máximas santas, lejos de domar su orgullo la exacerbaban más, hiriéndole profundamente en lo más sensible de su corazón. Una tarde, en el recreo, creyó que una compañera suya le hacía un desaire, y se dió por ofendida; le $ contestó con un desprecio, y se apartó de all í indig- nada. Sor ( ruadalupe, cuando lo supo, la llamó á su cuar- to y la reprendió dulcemente: —Guárdate, hija mía, de la soberbia, porque en ella tiene su principio todo pe- cado; por eso Dios derriba á los soberbios y enaltece á

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