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LOS SUEÑOS DE UN PEREGRINO 367 después en un carromato y, amarrada de nuevo, me sacaron de mi iglesia: aquello fué un día de luto. Los chiquillos me rodean, como para darme la des- pedida; las calles por donde pasaba estaban llenas de gentes que me daban el último adiós; á cada puerta sa- lía una familia entristecida, y á mi tránsito lloraban las niñas y decíanlos ancianos: «¡Adiós, campana santa, que nos llamabas á misa! ¡Adiós, campana santa, que cele- brabas con alegre clamoreo el nacimiento de nuestros hijos, y llorabas tristemente sobre la tumba de nuestros muertos! ¡Adiós! > Como iba cubierta, á guisa de malhechor, no sé dón- de me llevaron. Sólo sé que me hicieron pedazos y me echaron en un horno, donde sentí un deliquio, un des- mayo que me sacó de juicio. Cuando volvíen mí me hallé convertida en cañón, ¡qué atrocidad! en cañón, para dar muerte á los mismos jóvenes en cuyo bautizo había yo repicado. ¡Qué transformación! Desde entonces la pólvora fué mi incienso: el Himno de Riego mi canto, y mi voz un estampido horroroso que llevaba la desolación 4 todas partes. Tal fué la obra de los revolucionarios. Me colocaron en lo alto de una barricada, donde pasé muchos días viendo abominaciones y oyendo blas- femias espantosas, y no hubicra sabido que estaba en tierra de cristianos, á no ser por el ¡Ay. Dios mío! que exhalaban los pobres soldados que caían heridos al pié de la barricada, encomendando su alma á la Madre de Dios. Un día me cargaron tanto, que no pude con la carga,
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