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LOS SUEÑOS DE UN PEREGRINO 365 amigos (excepto D. Instituto, que no estaba en su casa), y empecé á caminar. Al revolver una calle percibo el quejido lastimero de una voz que salía, al parecer, de la boca de un cañón recién colocado como de puntal para sostener una esquina. Señor, ¿qué es ésto? ¿En qué tierra estoy? Aquí hablan hasta las piedras de la calle... Vamos á ver lo que viene á ser ésto. Me acerco, y, en efecto, el cañón se quejaba amar- gamente, cual pudiera hacerlo una reina destronada 6 un príncipe reducido á la miseria; y decía: «¡Ay Dios mío, en lo que he venido a parar! ¡A qué extremo me ha reducido la impiedad de los malos es- pañoles! ¿Qué tierra será ésta en que me encuentro? Chico, dije para mí; aquí hay algún misterio ence- rrado: á ver silo podemos descubrir. Le hice algunas preguntas disimuladas, y el cañón, como si fuera un al- ma ansiosa de desahogar su pena en un corazón amigo, me contó la triste historia que vais á oir: «Aunque me ves en tal estado, fuí una campana de las más grandes y sonoras que se fundieron en Anda- lucía. Cien años estuve en mi suntuoso campanario salu- dando á los recién nacidos, felicitando en sus bodas á Jos jóvenes y llorando los muertos de mi ciudad. Mi torre era blanca como la nieve del Moncayo, al- ta como el Miguelete de Valencia, y dominaba toda la comarca. La cigijeña andariega descansaba allí, cuando marchaba al Austro, huyendo de los fríos, y cuando, temiendo los calores, volvía al Setentrión. Las golon- drinás amigas de nuestra raza, colgaban allí sus nidos
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