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. LOS SUENOS DE UN PEREGRINO 309 —En mi biblioteca no hay ningún libro pintado; to- dos son de buena letra, antiguos y modernos. i S : A —¡Holaj ¿* ¡ué convento se los robó Vd.? Apues- to cuanto Vd. quiera á que la mitad de sus libros tienen todavía el sello de mi Orden, si no les han arrancado la primera hoja. ¡Mentira, mentira! Yo no he robado libros; me los dió la libertad. Sí, la libertad de apropiarse lo ajeno contra la vo- luntad de su dueño. Yo creía que esa libertad era con- traria á la ley de Dios y obligaba á restituir. — ¡Jesús, que est rupuloso! y todo eso por salirse de la cuestión. —Estoy de lleno en ella. —Pues no lo entiendo. —Pues muy claro: que lo poco que sabes lo has aprendido en mis libros, y has tenido la desvergiienza y has caído en la vulgaridad de llamarme ignorante. El ignorante lo eres tú, puesto que no sabías siquiera que los volúmenes de tu librería eran de mi biblioteca y es- critos por mis frailes. Yo no pensaba decírtelo; pero ya que me has pro ocado, trágala, valentón. ¡A ver, á ver! ¿Qué libros han salido de tu cacumen? ¿Qué filósofos tienes? ¿Qué teólogos? ¿Qué canonistas? ¿Qué moralis- tas? ¿Qué... — ¡Basta hombre! 4 eso no me refería yo. Ya sabe- mos que las ciencias abstractas han nacido y se han desarrollado en los monasterios, como que no hay nadie tan/desocupado ni que tenga tanto tiempo para estudiar como un monje. —¡Bien, bien! cogíte. Ya has confesado que poseo
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