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| E A o o ! DR in A 344 LOS SUEÑOS DE UN PEREGRINO esas noches que no oscurecen el claro cielo de la Ibe- ria, porque la luz, sintiendo ausentarse de este hermoso suelo, detiene á las tinieblas allá en los valles del Seten- trión. La luna había ya andado la mitad de su carrera, y empezaba á bajar hacia el Poniente: yo, sentado en la azotea de mi casa con el breviario en la mano, me dis- ponía para rezar, contemplando en el firmamento aque- llos astros brillantes y silenciosos, que se complacen en lucir para el Dios que los ha criado. El viento me traía la fragancia de las flores, el murmullo de las fuentes, el ruido de los coches y el vago rumor de los ciudadanos que salían en tropas de los teatros, 6 abandonaban el bullicioso paseo. Poco á poco se fuéron quedando sin gente los casinos, solitarias las calles, desiertas las pla- zas, y dormida la ciudad en profundo silencio. Entonces percibí la calurosa conversación que sos- tenían entre sí dos voces salidas de lejanos edificios, cual si hablaran por medio de un teléfono cuya esta- ción central estuviera en mi azotea. Aquellos edificios eran dos antiguos conventos, convertido uno en cuar- tel, y recobrado el otro por sus antiguos moradores, mediante una enorme suma. Apliqué bien el oído para no perder nada de aquella secreta conversación, y oÍ lo que después diré. El Cuartel, cual si fuera un joven pervertido, olvida- do por completo dé la buena educación que recibiera, y bien impuesto en todas las tramas, perfidias y malas ar- tes del sistema liberal, (muy pagado de sí mismo), ha- blaba al Convento de este modo: —Y a el siglo XIX se halla al final de su carrera; ha
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