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DE LA CRUZ HUYE EL DIABLO 325 wez más alto, reuniendo al rededor de su madre todas las chicas que allí había. Viendo, pues, la señá Rosario que todos la miraban en silencio, esperando oir de sus labios alguna cosa de edificación, tomó la palabra y co- menzó á decir: Pues, señor, fué S. Leufrido abad de un Monasterio que tenía muchos monjes, entre los cuales había la santa costumbre de reunirse en la iglesia á recibir la bendi" ción del Prelado, antes de irse 4 dormir. Esta ceremo- nia la hacían en el presbiterio, donde el santo abad sen- tábase en una silla, y los demás pasaban delante de él, haciéndole profunda inclinación, en señal de sumisión y obediencia. Sucedió, pues, que enfermó San Leufrido y no pudo bajar una noche á la iglesia para asistir con la comunidad. El demonio, deseoso de burlarse de los mon- jes, y de que todos le hicieran reverencia, aprovecha la ocasión y tomando la figura y el hábito del santo abad se metió entre todos, y se colocó en la silla prioral, muy repanchigado y lleno de autoridad. Iban los monjes, según costumbre, pasando por delante y haciéndole ca- da cual su reverencia, cuando acertó á bajar el enferme- ro que venía de la celda de S. Leufrido, mandado por él, para que djiera á los religiosos que aquella noche no podía bajar. Ve otro abad sentado en la silla y se es- panta. ¿Qué es esto? ¿Si estaré yo soñiando? Vuelve muy de prisa á la celda del abad y se lo encuentra como lo había dejado.—Padre, ¿qué milagro es éste? Acabo de dejarte aquí y te encuentro sentado en la iglesia; vuel- vo de la iglesia y te hallo aquí: si puedes estar á un mismo tiempo en dos lugares, ¿por qué me mandaste á alecir que no podías bajar? San Leufrido, iluminado por
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