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¡HOMBRE DE DIOS Y ESO BASTA! 247 la gente grave doctor, y los que no entendían jota de farmacopología, dióptrica ni opticografía. le llamaban á secas el oculista. Pues el tal oculista llegó, subió, saludó á la familia, examinó á Pepita y anunció con satisfacción que no era cosa de cuidado. Con unos dulces y unos cuartos que las niñas de casa dieron á la pequeña, se la quitó todo» menos el susto y la señal del porrazo. Restituídas la tranquilidad y la calma, el oculista hizo una cortesía á las señoritas, y se dispuso á salir. Jacobo y su padre lo acompañaron hasta la sala de los jornaleros, pieza que había que atravesar para salir á la plaza. El oculista quiso pasar adelante, pero Jacobo le detuvo: —No se vaya V., doctor; tome V. un cigarro y dé se un calentón aquí en la estufa, que la noche está fría. El doctor no se hizo esperar; se acomodó en su asiento y encendió el puro que el joven le alargó. En- tre tanto uno de los jornaleros decía en alta voz, con esa sencillez que caracteriza á la gente del campo: «Me salió mal la cuenta: yo pensaba confesar esta noche con el capuchino, y el amo se ha tardado tanto que ya está la Iglesia cerrada.» El oculista se sonrió burlonamente, lo cual dió mar- gen al siguiente diálogo entre él y Jacobo, pero no sin que Tío Tatura metiera su baza de vez en cuando. — Doctor, dijo Jacobo; parece que la confesión no es cosa que le merezca á V. mucho aprecio. —Le diré á YV., yo soy muy tolerante; yo respeto las ideas de cada cual; yo respeto todas las religiones;
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