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919 EL TESTAMENTO Jesús, Padre, ¡qué lástima! ¡Qué ruines serían aquellos hijos! —Vamos, 6 se calla Vd. d no cuento más. —¡Ay, por Dios! siga vuestra reverencia. —Pues un día, cansado de tanto sufrir, se fué al convento del Loreto 4 desfogarse con un Padre que ha- bía allí, conocido suyo. —¡Lo mismo que yo con vuestra reverencia, Padre, lo mismo! — ¡Ea, se acabó, me marcho! — ¡Nó, Padre mío¡ acabe Vd., no abriré más la boca, —Pues diz que no se sabe el consejo que le dió aquel buen fraile; pero sí que el viejo volvió 4 casa muy con- tento. Al otro día fué 4 un amigo, y con todo secreto le pidió prestados mil duros. Trájolos á su casa con mucho sigilo, y después de comer, deja allí en el come- dor á sus hijos y nietos, y élse mete en su cuarto, se cierra por dentro y se pone á meter ruído con un arca y una mesa. De seguida picó la curiosidad á la hija y á la nuera, á ver lo que hacía el padre. Mira la una por la rendija de la puerta, y la otra por el ojo de la llave, y se lo ven muy repantigado, contando sobre la mesa un fajo de billetes y un talego de onzas. Al verlo lla- man á los maridos, y todos, llevándose las manos á la cabeza, cuchicheaban entre sí:—¿Has visto, hija? ¡Quién lo había de pensar! —¡Mira el abuelo, y parecía un po- brecito! ¡Y decía que nos lo había dado todo y no le quedaba nada, fiate de viejos! El, que no pretendía otra cosa hacía como que contaba, y repetía: tanto para éste, tanto para el otro, esto para limosna, aquello para mi- sas... Así que D. Juan logró lo que deseaba, mete las

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