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Y SAN FRANCISCO DE ASIS 135 Las estrellas brillaban en el firmamento, apiñadas en un punto, dispersas en otro; y refulgentes en todos. Unas estaban fijas en el cielo, como antorchas relu- cientes; otras oscilaban, al parecer, como lámparas mis- teriosas, suspendidas en la inmensidad del espacio; és- tas corrían errantes por el cielo, sin norte fijo, como al- ma que perdió la fe recibida en el Bautismo; y aquéllas caían de lo alto como chispas de fuego, y se hundían en el fondo del abismo. Margarita contemplaba aquel mundo de luces palpitantes, y quedó sumida en profun- da contemplación de las grandezas divinas. La oración fué tan dulce, tranquila y prolongada, que la aurora, cuando asomó en el Oriente, la encon- tró postrada ante su amado Jesús. Este quiso premiar la insistencia y la constancia de su sierva con un favor es- pecial, y envió al alma de Margarita el consuelo que precede á los divinos favores. Una armonía vaga, mis- teriosa, suavísima, resonó en los oídos de la predilecta del Sagrado Corazón, y fué á extinguirse en el fondo del Santuario como se extingue ó se pierde el canto del jilguero en el fondo de un valle retirado. Momentos después, se presentó Jesús trayendo en su compañía al Serafín llagado, al Pobrecito de Asís; pero ya no tenía el hábito raido que formó sus delicias en esta vida, ni el nudoso cordón que ceñía su cintura, ni aquel aspecto humilde quele hizo despreciable á sus mismos ojos; estaba todo resplandeciente de purísima luz, elevado á una gloria eminentísima entre los santos, por haber sido el que más se asemejó en la tierra 4 nuestro adorable Salvador. Y Jesús se lo presentó 4 su sierva, y se lo dió Or J f )

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