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EL ANGEL 98 casto; porque yo tengo mi habitaci n en las selvas apar- tadas, en la soledad de los claustros, y alguna que otra vez en medio del mundo, cuando encuentro en él almas puras que me aman y me hacen compañía. No te arre- dren la persecución ni los combates que por amarme te harán sufrir mundo, demonio y carne; porque yo te ayudaré á vencer, y te daré aquí por galardón una paz y una dicha que el mundo no conoce; y allá una felici- dad eterna é inefable. Al decir esta última palabra, comenzó á elevarse en el espacio, como se elevan las nubecillas de la mañana en las alas del céfiro; y cual si fuera un meteoro ce- leste, dejaba tras de sí una ráfaga de luz suave, pura y olorosa, más que la fragancia del nardo y el aroma de los jazmines; luz que formaba una estela brillante. en medio de las tinieblas de la noche, que ya se habían apoderado del valle. Al verle subir le volví á preguntar lloroso. —Espíritu celestial, ¿quién eres, y por quéte vas? Un dulce sonido, semejante á las vibraciones de las arpas célicas, hendió entonces los aires, diciendo: —Soy el Angel de la Pureza, y voy á velar el sueño de las almas castas que me invocan con fervor. De repente ví á los árboles inclinar sus ramas, y á las flores cerrar sus cálices, de los cuales se escapaba una fragancia embriagadora, y perdí de vista al Angel de la Pureza; la luna vino á herir mis pupilas con sus tibios resplandores, y yo coméncé de nuevo mi peregrinación sobre la tierra; mas este es el día en que la imagen de aquella aparición misteriosa nó se ha borrado de mi al- ma, y la miro algunas veces con ese cariño indefinible con que se mira el retrato de un sér querido.

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