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el za, el sol y la luna se maravillan, porque es el más hermoso de los hijos de los hombres. —¿Hablais del esposo divino? —Sí, de El hablo: á El debo mi vida, á El guar- do mi fé, y 4El me entrego con toda confianza; por- que El me abraza y quedo pura, yo le acaricio y me conservo casta, yo le estrecho sobre mi seno sin de- jar de ser virgen—y al decir estas palabras, apretó Inés sobre su pecho el crucifijo que llevaba al cuello. —Pues, que ese amor dure mucho y haga á usted feliz. —Eternamente! eternamente! respondió ella. El coloquio había terminado: José estaba emo- cionado sin acertar á separarse de alli. Aquella ne- gativa había profundizado la herida de su corazón y casi lo había transformado: á pesar de ver la imposi- bilidad de lo que pretendía, amaba á Inés más que antes; pero la amaba ya con ese amor purísimo con que se aman los ángeles del cielo. Renunciaba de bue- na gana á ser el esposo de Inés; mas quería poderla llamar hermana. —Amable Inés— volvió 4 decirle me consuela el saber que no me desprecia usted por ningún espo- so humano, sino por el divino: y puesto en parangón con El, yo no puedo menos que aplaudir la resolu- ción que usted ha. tomado. -Despreciar yo á usted? Dios me libre! Siento en mi corazón un profundo aprecio y un inmenso cariño á la persona de usted: pero ese cariño no co- rresponde al amor que usted acaba de manifestarme, porque uno es mi Amado y á él vivo consagrada. Si

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