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83 mito de azucenas que tenía en sus manos, entabló con ella este diálogo que llenó de ¡júbilo á los ángeles que lo escucharon. —Inés, tengo que revelar á usted un secreto, y para ello cuento con el permiso de su padre. Pronto, pronto, José. ¿Será usted acaso el di- choso mortal que me trae la buena nueva de mi re- dención? ¿Me ha obtenido usted de mi padre una gra- cia que los ruegos de mi madre juntos con mis lágri- mas no han podido conseguir? Estas palabras tan ambiguas lisonjearon las espe ranzas de José, el cual alentado con ellas continuó: No sé como decirlo, Inés; perdone V. mi franqueza, y por Dios no se turbe, si no acierto á decirlo con la delicadeza que V. merece. Mil veces he oido decir á mi madre que se tendría por dichosa, si lograra dar á V, el dulce nombre de hija: el Padre de V. dice de mí lo mismo; y yo he descubierto en usted al ángel de mis ensueños. Con que, Inés, no se niegue usted á labrar la dicha de los tres seres que más la aman sobre la tierra. Aquí dió un suspiro para desahogar el ardor de su pécho, y enmudeció, esperando en silencio la res- puesta de Inés. Ella como si nada hubiera oído, ab- sorta y abstraída había clavado' sus penetrantes y enternecidos ojos en un objeto entrañablemente amado, pero invisible y desconocido para José. Su rostro angelical conservaba la acostumbrada expre- sión de franqueza y de candor; pero esta vez realzado por no sé que de misterioso. Una ligera y dulcísima sonrisa se mecía alrededor de sus labios, como se
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