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miraba á Agustín como á padre, á él fué el primero á quien declaró su pensamiento, manifestándole la secreta simpatía que Inés le inspiraba, y lo dichoso que sería si lograra unir su destino con el de aquella alma santa. Agustín que no deseaba otra cosa, y que con ese intento había procurado la venida de la Condesa y sus hijos, disimuló el gozo que esta pretensión le cau- saba y se contentó con decirle: «Ella parece que ten- ga más altos pensamientos: se ha encaprichado en ser monja, cosa que yo no quiero, y por eso no me atre- vo á darle una palabra que no está en mi mano cum- plir. En cuanto está de mi parte yo te cedo la mano de Inés, pero á cuenta tuya y de su hermano Jacinto corre el obtener su consentimiento, porque yo no quiero casarla contra su voluntad.» José dió las gracias al disimulado Agustín, y con la venia de este se puso á buscar ocasión para hablar con Inés á solas. Mucho le costó por cierto encon- trarla, porque las inseparables compañeras nunca se separaban; y como el amor no admite dilaciones, sal- tó por cima de todo, y bajó á la huerta á declararle á Inés su pensamiento una tarde en que las dos ami- gas estaban en el jardín, haciendo unos ramos para el altar de la Capilla. José se hizo el distraído, y como si anduviera per- siguiendo una mariposa, así corría de planta en plan- ta y de arbusto en arbusto, hasta que se acercó al si- tio en donde Inés y Concepción tegían sus ramos. El corazón le latía de una manera inusitada: sentía el ánimo turbado, y temía que sus palabras comunica- 11

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