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í y 3 > Ulegó la hora deseada y en el cuarto de Inés tuvo lugar una escena que los ángeles del cielo debieron contemplar embelesados. Ella y Concepción, tenien- do en medio á Fernandito, oraban ante el portalito que la primera había dedicado al Divino infante en aquellos días. Oremos, hijo mío, decía Inés á su her- mano, oremos y demos gracias á Dios, porque nos ha concedido la dicha de remediar las necesidades de nuestros prójimos. Así nuestra limosna será más gra- ta al cielo. Terminada la oración se pusieron en marcha. Inés iba radiante de alegría, como si fuera á socorrer no á unos pobres, sino á la sagrada familia cuando caminaba para Belén. Un criado llevaba en dos gran- des cestas abundante pro isión¡para aquellos días, y ella se había reservado el dinero y algunos dulces para sus favorecidos. Poco rato después entraban aquellos tres ángeles de paz en una habitación estrecha y oscura. Un an- ciano yacía tendido en una dura cama formada con dos bancos, tres tablas y un jergón de pajas: una mujer de mediana edad estaba sentada al pié del le- cho pensativa y meditabunda; y dos chicos dormían en un rincón sobre un montón de ropa vieja. Al abrirse la puerta, se puso de piés la pobre mujer, y ofreció su silla respetuosamente á las dos aristocráti- cas señoritas, diciendo al mismo tiempo: Inés, otra vez por aquí? Válgame Dios y que buena es usted, Señorita! Vamos, repuso ella, ¿cómo está su padre? ¿Le han traído las medicinas? ¿Ha mejorado algo? Vaya 10

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