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n= ¡óvenes entre sí esa amistad estreha, nivelada y con- firmada por la igualdad en el nacimiento, en la edad, en los bienes, en los tal ntos, en las in naciones y tancias de-la vida. Y como, se- en las demás ci gún reza el adagio, el amigo es otro yo, cada uno de ellos tenía tanta confianza en el otro como en sí mismo. Con esa confianza íntima, hija de la amistad ver- dadera, preguntó José á Jacinto lo que deseaba sa- ber, y éste satisfizo sus deseos, diciéndole que, elec- tivamente, Inés quería ser religiosa, pero que su pa- dre se lo había prohibido terminantemente, y como ella era dócil y buena, cedería con facilidad. Además -continuó él —papá le ha prohibido qu e hable de Ñ eso, por lo menos, por lo menos, hasta'que yo me haya doctorado. La alegría que recibió José y la paz que llevó á su alma semejante noticia, sólo puede , comprenderla el que haya sufrido las amarguras de una duda cruel como la que á él le martirizaba. Pero dejemos á los dos amigos estudiando su úl- timo curso en santa paz, para fijar la atención en un suceso que hace mucho á nuestro propósito. Las campanas de Santa Inés de Sevilla, repicando ale- gremente, llamaban á los fieles de la ciudad al sañto templo en una templada tarde del mes de Diciembre. Allí tenía lugar uno de esos espectáculos que alegran í los ángeles y enternecen á los hombres. Sobre el altar ardían cirios perfumados, difundiendo un es- plendor suave por toda la Iglesia atestada de gentes: del interior del coro salían voces dulcísimas cual si fueran de ángeles que cantaban con deliciosa armo-

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