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¿Yo? ¡si no tengo en el bolso más que tres pese- tas! ajustemos el precio de mi rescate, y que me de- jen salir, que yo lo pagaré. —¡Nó! reponía Agustín (deseoso de alargar aquel rato de placer que disfrutaba el hermoso corazón de su esposa, con tan sencilla escena) no la dejen salir, que la rediman sus hijos. —Que la redima el señorito, que tiene muchos cuartos: decía Prudencia, el ama de llaves. ¡Mejor Inés! decían otros. No, Inés nó! gritó desgañotándose una pobre vieja, ¡Inés, nó! Angelito mío: todo lo que tiene es para los pobres y para las viejecitas como yo. ¿Qué podrá ella dar por el rescate de su madre? En esto llegaban Inés y Jacinto á tomar parte en la prisión de su madre. ¿Mamá, usted cautiva? le pre- guntaban riendo. —Y que lo estaré hasta que entre los dos me re- dimáis. —¿Y en cuanto está ajustado el rescate de mi madre? —¡En lo que usted quiera, señorito! En lo que diga la señorita Inés! —Pues yo doy por su rescate dos carneros de los mejores del rebaño, y una cántara de vino. Mañana muy temprano el capatáz repartirá dos libras de car- ne y una botella de vino por familia, para que todos ustedes celebren el día de San Fernando á la salud de mi mamá. —¡Bieñ, bien! gritaban los hombres. ¡Bendita sea su boca! decían las mujeres; ¡Es una santa! repetían los criados. Es el ángel de mi casa, decía Agustín : 1 3 j

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