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se reía de lo lindo, viéndola tan sitiada de aquellos que se decían alguaciles de la misericordia. —=¡1 aya! er Ja Carmen, para hacerse oir entre todas: ¡no faltaba más! que es mañana San Fernan- do, y que fuera la señora á pasar el día sin pagar lo que debe en obsequio de su santo! -¡A la cárcel, hasta que pague! contestaban los demás! Y que la redención del ama, añadía otro, ha de costar mucho, porque ella lo vale: con que ya puede don Agustín preparar la bolsa. ¡Nó, nó! —decía Agustín, tomando parte en la broma. Yo no la redimo, que la rediman sus hijos: bastante me ha costado ya: ¡ála cárcel con ella! Y él mismo asiéndola de la mano, la condujo con -los hombres de la faja á un extremo del jardín, entre los vítores y aplausos de los trabajadores que marcha- ban detrás de sus amos colmándolos de bendiciones. Fernandín se había cogido á las faldas de su: ma- dre y haciendo coro con los demás gritaba: ¡ preso! ¡2 peso! ¡á la cacr! ¡í la cáce! ¡Cua! ¡gua | ladraba el perro, como si quisiera contestar medio en francés á lo que el chico decía en mal español. En esto llegaron al aposento, que servía de inver. nadero en el jardín, y entre sus cristales dejaron pre- sa á la noble y piadosa señora. Nunca el invernadero estuvo tan lleno de flores como ahora, decía el hortelano, señalando á doña Fernanda. ¡Que saquen á la señora! gritabán las e das; ¡Que la rediman! decían los trabajadores. ¡Que se redima ella! contestaba Agustín.

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