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es AE un ' sentó en la huerta bajo un corpulento y florido na- ranjo, de aquellos que perfuman el ambiente en las béticas praderas. Sus ojos hermosísimos, que tenían el color de un cielo sin nubes, derramaban copiosas lágrimas; y sus labios, hechos al parecer con hojas de amapolas, de- jaban escapar de su pecho un hondo suspiro. ¡Ay! murmuraba aquel ángel de la tierra! ¡ay! ¡si mi padre me dejara ir al convento para consagrar en él mi corazón al dulcísimo Jesús! ¡oh, dicha negada á mis deseos! ¡oh, felicidad por la cual lloro inútilmen- te! ¡oh, que desgracia, ser tan querida de un padre, que no me quiera toda para Dios! Así espresaba Inés su sentimiento á tiempo que el sol se ocultaba, escondiéndose entré los olivos que tan frondosos crecen en aquel fértil suelo de Anda- lucía. El labrador soltaba sus bueyes, el campesino dejaba sus afanes y todos volvían alegres á su hogar á gozar del descanso de la noche. Las aves daban el último adios á la luz del día; el corderito retozaba ju- guetón en el prado, aprovechando el crepúsculo ves- pertino; el perro ladraba alegremente; el ruiseñor escondido en la enramada soltaba al aire algunas no- tas sueltas, como si quisiera ensayarse para los divi- nos conciertos con que obsequia á la Inmaculada en el mes de las flores: y éstas exhalaban de su pequeño cáliz una fragancia embriagadora, la que unida á la hermosura del cielo, á la suavidad del clima, á la transparencia de una atmósfera brillante y al canto del ruiseñor, hacía de la huerta de Inés un trasunto del paraíso.

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