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llarse, levantando á su hija del suelo y consolándola. Constante en su propósito de emplear un método j distinto con. ella, comenzó á llenarla de Caricias, di- ciéndole al mismo tiempo que no le gustaba'oirla ha- blar de monjas ni conveñtos, porque ya no era una niña, sino una mujer hecha y derecha, y, debía tener más altos pensamientos, fijando su vista en el por- venir. Aquella conferencia fué tan suave y dulce, como brusca y amarga había sido la anterior, hasta que por fin hija y padre la terminaron, ella repitien- do muchas veces: Papá, no me niegue V. esa eraci y él contestándole otras tantas: Hija, no me hables tú de eso; sin que sepamos hasta hoy cual fué de los dos el último en pronunciarlas. Ella, sin embargo del cariño que de allí en ade- lante vió en su padre,” y no obstante el delirio con que su madre la amaba, vivía ansiosa de abandonar la casa paterna, que miraba como á cárcel, y volar al convento, donde esperaba gozar la libertad dejlas esposas de Cristo. Dos veces, además de aquélla, ha- bía vuelto á declarar los deseos de su alma al distraf- do padre, y otras dos había recibido la misma cruel negativa: ¿Tú monja? ¡Ingrata! ¿Tú abandonar á tu padre? ¡Jamás! Ni pienses tal cosa, ni me hables más de eso! Y aquí volvían los dos á su antiguo estribillo: —Papá, no me niegue V. esa gracia. -Hija, no me hables tú de eso. —Papá, no me lo niegue V. Hija, no me lo pidas tú. Y así porfiaban hasta que Inés cedía.

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