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OS que la muerte pondrá entre las dos un muro de per- pétua separación. Guarda, pues, esta joya, hija de mi alma, llévala siempre contigo, y cada vez que la mi- res, acuérdate de los amorosos designios de Dios so- bre tí manifestados mucho antes que al mundo vi- nieras, Doña Fernanda besó por última vez el devoto crucifijo, lo colgó al cuello de su hija, y las dos ane- gadas en llanto permanecieron abrazadas y como mudas un buen rato, Otra cosa me falta, mamá, para ir completa- mente satisfecha al claustro, - le dijo Inés á su ma- dre después de aquellos solemnes momentos, —¿Que te falta, Inés —Su santa bendición y la de papá; no me quiero mía? ir sin ella. — Bueno, lo dejaremos para la tarde, porque si lo llamo ahora, no va á comer de pena. ¡Pobre pa- dre! ¡Cuánto nos cuesta tu separación, hija del alma! La comida de «quel día, no fué del todo triste, porque la amenizaron con sus chistes muchos convi- dados de la familia, que con la condesa de Valdeli- rios y otras amigas fucron invitados para acompañar 4 Inés en su toma de hábito; mas sus padres y ella comieron poco y sin apetito, porque la pena rebosa- ba en su interior. Terminado aquel acto, hija y rma- dre volvieron álas habitaciones interiores para ocul- tar sus lágrimas á las miradas de los convidados. Agustín temía y deseaba la hora de la despedida; la temía por lo dolorosa, y la deseaba para beber cuan-
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