BCCPAM000535-2-16000000000000
EY 167 e —¡Terca, terca! ¿Ese es el fruto de tus oraciones? Si me vuelves á dar otro mal rato con estas imper- tinencias, te prohibiré... Agustín se quedó con la palabra entre los dien- tes, porque observó que los ojos de Inés se llenaban de lágrimas, y no quiso proseguir. Separóse de su hija, y ésta se volvió á su cuarto. Escenas como ésta se repetían entre Inés y Agus- tín cada semana. Ella oraba de continuo, pidiéndole 4 Dios que su padre se diera por vencido y le permi- tiera retirarse á un convento: pero viendo que sus peticiones no eran despachadas en el cielo, determi- nó enviar con ellas la mortificación suplicante, que suele alcanzar tantas gracias como la oración fervo- rosa. Redobló sus penitencias, afligió su cuerpo con el cilicio y el ayuno, y pronto apareció en su sem- blante un rayo de palidez que circundaba su rostro con aureola de santidad, dándole la dignidad y la hermosura del dolor voluntariamente aceptado. Agustín temió que enfermara Inés de pena, si no la dejaba ser religiosa; conoció que él era la causa de aquella palidez; pero aun así le parecía su hija tan hermosa y tan amable que cada vez sentía más darle la tal licencia. Ya casi iba á ceder á los ruegos de Inés cuando aconteció una desgracia en la familia. Doña Fernanda tuvo aquel invierno una enfermedad grave y larga que la puso á las puertas de la muer- te; y en vista de ella resolvió Agustín no acceder nunca á los ruegos de Inés, porque si ésta se iba monja y doña Fernanda faltaba, ¿qué iba á ser de la casa? ¿qué iba á ser de él?
Made with FlippingBook
RkJQdWJsaXNoZXIy NDA3MTIz