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— 166— 4 Inés, porque al ver'que las aspiraciones, los deseos, las prácticas y las virtudes de su hija propendían al claustro'con más vehemencia que nunca, se ponía á decir: Y yo... ¿desprenderme de esta joya? ¿Dejar que se aparte de mí el ídolo de mi corazón? ¿Permi- tir que la alegría de mi casa se vaya á un convento? ¡No! ¡no! y ¡no! Sin embargo, Inés no perdía ocasión ninguna, y cada vez que tenía oportunidad le decía 4 su padre: —¡Cuán dichosa sería yo en un convento! ¡Ay, cuándo me veré en él! ¡cuándo llevaré sobre mis hom- bros el santo hábito! Papá, ¿es verdad que me permitirá usted ser re- ligiosa? Y así seguía preguntando hasta que Agustín, en- tre irritado y cariñoso, le respondía: —Vamos, déjate de tonterías y no seas niña. —Pero, papá, ¿puedo yo oponerme á la voluntad de Dios? ¿No conoce usted que Dios me llama al claustro? ¿No ve usted que mis inclinaciones son esas? ¿No ve usted que allí sería dichosa, y aquí seré desgraciada? —¡Calla! ¿desgraciada al lado de tu padre? Eso es una injuria para mí. — Pero, papá, por Dios; ¿no ve usted que...? Lo que yo veo que son ilusiones tuyas y me- lancolías de andar siempre por los rincones. —Nó, papá, permítame usted; no es eso, es la yoz de Dios que me llama hace ya años; y ahora dígame usted de quién debo yo hacer caso, si de Dios 6 de mi padre.
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