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A comulgar con ella regaló á cada una un vestido nuevo. La llama del amor divino abrasaba su corazón con arduroso fuego, fuego que traía consigo vehe- mentes deseos de mortificación y penitencia; fuego que la obligaba muchas veces á ocultarse para que no la vieran llorar como una Magdalena; fuego, en fin, que se traducía en ardientes suspiros arrancados de lo profundo del alma, Ó en amorosas endechas can- tadas al objeto de su amor. Una noche, mientras la familia tomaba el fresco á la plácida luz de la luna en medio del magnífice pa- tio-jardín de la casa, Inés subió á su cuarto y descol- gó la pequeña, pero hermosa imagen del corazón de Jesús que en él tenía. Abrió el piano y la colocó so- bre la cubierta, como si fuera un pieza de música que iba á ensayar: puso sus blancos dedos sobre el tecla- do, miró con indecible cariño aquella imagen queri- da, mientras tocaba los primeros floreos de un an- dante; y soltando al aire su voz melodiosa llena de fuego, que parecía salir de los labios de un serafín, cantó estos hermosos versos: Morir de tu amor herida Es, Jesús, tan dulce suerte, Que no trocara esta muerte Por la más' dichosa vida. De esa herida de tu amor Es tan dulce la violencia, Que al templarse su vehemencia Siento mi mayor dolor. Y este amor que así me hiere,
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