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A 385 Ea los femeninos, donde ponían, á la pobre Inés como digan dueñas, echándole la culpa de aquel secuestro, y afirmando muy rotundamente que la pícara sabía dónde paraba: —¡Fíese V. de gatita mansa! —añadían las más envidiosas, burlándose de ella. Mientras los demás se ocupaban en murmurar y formar juícios temerarios, Inés lloraba en el retiro de su cuarto el tiempo perdido y los años mal emplea- dos. Nisiquiera fué á visitar á la condesa. hasta el tercero ó cuarto día, que ésta la mandó llamar expre- samente. —Bien hace en no querer venir—decía la noble señora, —porque comprende que su vista doblará mi pena; pero que venga, por Dios, pues estoy segura que sus palabras me servirán de consuelo. No se engañó la condesa, porque la primera vez que Inés con*su familia fué á visitarla, se renovó su pena; pero se calmó después. Allí, delante de todos, se leyeron las dos cartas, que hicieron derramar abundantes lágrimas á cuantos las oyeron. Se coteja- ron los sobres y vieron que el mismo día fueron echa- das al correo, una en Guipúzcoa y otra en Barcelona; lo cual demostraba claramente que José tenía un fir- me propósito de no dejarse encontrar. Inés, á petición de la condesa, pasó en su compa- ñía tres Ó cuatro días, en los cuales le habló la joven al corazón con tanta dulzura, le pintó tan á lo vivo la dicha de un alma que se consagra á Dios, le hizo ver con tanta claridad los engaños y peligros del mun- do, y le mostró con tanta energía el llamamiento di- vino que indicaba la resolución de José, que la pobre
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