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— 156 — Dios! ¡Dichoso de mí que lo he sentido! ¡Dichosa de tí que has sabido hacer de un triste mortal el casto compañero de tu eterna felicidad! ¡Lo recuerdo hoy con una tristeza santa qne me llena el corazón de ce- lestiales consuelos; nuestro amor ha sido de corta duración, es verdad; pero ha sido puro como el que se tienen entre sí los ángeles del cielo! ¡Qué dicha! Yo creía que estabas destinadas á ser la compañera de mi vida, y Dios nos ha hecho conocer que nuestro destino es estar juntos en el coro de las Vírgenes, allá en la mansión de los conciertos éternos. ¡Bendi- to seal Amalo mucho, Inés, y después de El, sea tu principal amor, el amor á la Virginidad. » «Consuela á mi Madre y hermana, que las pobres bien lo necesitarán.» «Adiós Inés; he aquí mi último encargo: que seas toda de Dios, y sola de Dios, y que guardes con es- mero la preciosa joya de la Virginidad.» «P. D. Inútil es que me busquen, porque tengo la seguridad de que no darán conmigo. No obstante abrigo la confianza de que nos veremos, siquiera una vez antes de partir para la otra vida.» La carta no decía más; ni tenía nombre ni fecha, ni cosa por donde se pudiera rastrear el lugar de su procedencia. Agustín se quedó como el que ve vi- siones, admirado, atónito y estupefacto; y creyendo que aquella carta encerraba un misterio, pasó el so- bre despegado por los labios para humedecerlo, y, volviéndola á cerrar la colocó dentro de un libro. Dejó pasar un rato, y tocó luego el timbre de su

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