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E ' de la ciencia, llegó el cartero 4 casa de Agustín, y entre la correspondencia que dejó, iba una carta para Inés. Apenas la vió el padre, tomóla lleno de curio- sidad y comenzó á darle vueltas. Era el sobre de pa- pel rico y muy recio con sello español y cuño de la estación de Irún.— ¿Irún?—dijo Agustín—eso está cerca de Francia. ¡Veremos lo que dice! —Y con un delgado cuchillo de marfil, que le servía para cortar hojas despegó el sobre con mucha facilidad, abrió de seguida la carta, y sin ponerse los anteojos comenzó á leer. «Hermana mía, angel mío, y amada mía. Desde este retiro venturoso donde el alma disfruta la dulce paz que en vano se busca entre el bullicio de las ciu- dades; desde este convento solitario, mansión de la inocencia y morada de austeros penitentes, te envío con estas letras los afectos más puros de mi alma.» «¡Oh Inés! ¡Oh paloma á quien los cazadores in- fernales han tratado y tratan de aprisionar entre sus redes! Sal de ese mundo engañador y vuela presuro- sa al monte de la mirra Ó al collado del incienso, don- de apacienta sus ovejas el Pastor divino; vuela pre- surosa al claustro donde Dios te espera, y de donde yo, ¡ciego de mí! te quise un día apartar. Perdóname esta falta, hermana mía, y dame el consuelo y el gozo inefable de saber que te has consagrado á Dios toda entera en cuerpo y alma.> «¡Oh qué ciegos son los que no ven la luz interior de la gracia divina! ¡Oh qué infortunados los que no sienten en el fondo de su alma el llamamiento de Pr at Eh: Ti

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