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3 120. ingratitudes para con Dios, y esa tu mudanza que ha entristecido á los ángeles y escandalizado á las almas buenas. ¡Válgame Dios, Inés! ¿Dónde están aquéllos días en que tá venías aquí á consultarme tu vocación? ¿Dónde la promesa que hiciste ante la In- maculada, de ser toda y siempre de su Hijo? ¿Dónde aquel juramento solemne de no tener en la tierra más esposo que Jesucristo? ¡Ay de mí! Planté en mi jardín un arbolito hermoso, con el designio de con- sagrar sus flores y sus frutos al Creador de todo; y veo ahora muerto ese árbol, y próximo á ser devora- do por las bestias del campo. Regaba yo con esmero un blanco lirio, una mata de azucenas, para deposi- tar sus flores en manos del Esposo de las Vírgenes y veo ¡qué dolor! veo que el lirio se deshoja, y que las azucenas van á ser cortadas por manos profana- doras. ¿Quién, hija mía, mudó tu pensamiento? ¿quién tu corazón? ¡Ay! que yo puedo hoy llorar sobre tí, como Jeremías sobre Jerusalen diciendo: 2(Juomodo obscuratum est aurum? ¿Cómo se ha convertido en es- coria el oro puro?... Bien sabes tú que es justa la cau- sa de este mi llanto, y por eso te escribo, á ver si mis voces te despiertan del letargo en que te-hallas. Acuérdate, Inés, de que Dios me ha dado para contigo corazón de Padre, y que esto, junto con la ili- mitada confianza que en mí tenías, es lo que me mue- ve á escribirte. Toma, pues, mi carta como uno de aquellos santos consejos que en otro tiempo te daba; y no lleves á mal estas advertencias paternales de un sér que mucho te quiere y que sólo desea tu felici- dad. Y ante todo dime, Inés, ¿qué falta, qué men»

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