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O nas que rivalizan en corromperlos con el alco- hol y la disolución de costumbres; que les ven- den armas y municiones y promueven guerras entre ellos, y que los solicitan para el contraban- do; ni unos ni otros han llevado el menor ele- mento moralizador, afirma el General Uribe Hay, por otra parte, costumbres entre ellos (ue no se pueden tolerar, debidas a la libertad que han disfrutado, como son: el cobro de san- gre, la compra de mujeres y el trato que dan a estas infelices. La falta de fuerza militar que imponga respeto al goajiro lo hace cada día más insolente y atrevido con las castas enemigas, a quienes exige el pago de las muertes cobradas ya en otros tiempos. La Colonia Militar impe- diría estas arbitrariedades, castigando con la deportación al Caquetá a algunos delincuentes. Desde el momento en que vieran el castigo se aplacarían los humos de su soberbia, jamás hu millada, debido a la benevolencia o abandono del Gobierno. Es uso común entre los goajiros comprar tan tas mujeres como lo permite su hacienda, y los civilizados que viven entre ellos son tan fieles imitadores de esta abominable práctica, que gastan toda su hacienda en este mercado. Los efectos que tal práctica produce en el hogar do méstico y en la armonía conyugal nos los dirá mejor que yo una india que mató a su hija al tiempo de nacer, por no verla sufrir más tarde lo que ella, con lágrimas en los ojos, refirió a un Misionero. “¡Ojalá mi padre, ojalá cuando mi madre me parió me hubiera querido bien y me hubiera te- nido lástima, librándome de tántos trabajos como hasta hoy he padecido y habré de pade- cer hasta morir! Si mi madre me hubiera ente rrado luégo que nací, hubiera muerto, pero no hubiera sentido la muerte, y con ello me hubiera

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