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30 curaciones. Por instantes crecia la curiosidad de Fr. Leén, como de quien esperaba que al fin resolveria su gran amigo el misterio de aquella alegria que tanto le beatificaba. No quedé defraudado su deseo. San Francisco continu6 asi: Has de suponer, carisimo herma- no, que cuando lleguemos a Santa Maria de los Angeles, calados de lluvia hasta los huesos y dando diente con diente, desfallecidos de hambre, al llamar a la puerta, nos sale un portero grufién y descor- tés, el cual nos pregunta: ¢quiénes sois vosotros? Y decimos: dos hermanitos de vuestra religién. El nos replica: no, lo que sois es una pareja de gandules que vais de convento en convento, comiendo a costa de los demas: jlargo de aqui! No nos admite aquel portero, y quedamos fuera, a merced de la nieve, del agua, del frio y se nos ha- ce noche. Si entonces ahogamos nuestra querella, sufrimos esa inju- ria sin murmurar, y atin pensamos que el tal portero nos conoce a fondo y nos trata cual merecemos por disposicién divina, oh herma- no Leon, ahi, ahi esta la perfecta alegria. Tornamos a llamar a la puerta, y esta vez sale el portero hecho una furia, la emprende con nosotros a mojicones y bofetadas, diciéndonos: jSus de aqui, villa- nos y ladronzuelos, que os den de comer en el hospital, pero aqui no tenéis entrada! Si seguimos sufriendo con paciencia, con silencio, con amor, oh hermano Leén hemos alcanzado la perfecta alegria. Mas como sigue la lluvia, y estamos transidos de frio, y nos caemos a la letra de puro hambre y la noche avanza, llamamos de nuevo, y por el amor de Dios pedimos al portero que nos abra y dé asilo. En- tonces el portero en el limite de su cdlera, sale con un garrote, nos traba de la capucha, nos arroja en tierra, y alli se sacia de aporrear- nos hasta dejarnos molidos y maltrechos, revolcdandonos entre el lo- dazal y la nieve. Si entonces sufrimos todo eso con paciencia, pen- sando en {os dolores de Cristo bendito y ofreciendo los nuestros a su amor, oh hermano Leén, hemos Ilegado a la cumbre suprema de toda alegria. (Aplausos). _ Yo esperaba de vosotros, lo digo ingenuamente, esos aplausos al final de esta narracién, y no como premio a mi modestisima labor, que esto fuera insufrible petulancia, sino como expresién de vuestra alma cristiana, de una sensibilidad enriquecida con los dones y luces del Evangelio, que se enamora espontaneamente de ese cuadro de sublime belleza moral, del heroismo que supone, al contraste de tan- tos como buscan el secreto de la dichaen la satisfaccién de su vani- dad y de su ambicién desaforada, y toda elevacién les parece poca, ver un hombre que caido en el lodo y en la humillacién mas extre-

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