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26 tranquilos e intimos del hogar, y cederia esa comezén, ese vértigo que hizo a Leén Bloy denominar a las almas de hoy, a/mas ciclistas y que podian también llamarse almas ciclones, por su incurable mo- vilidad y febril desasosiego. Ha sido Nietzsche quien entre sus mu- chas blasfemias ha dejado caer de su pluma esta profunda sentencia: cLa madre del libertinaje no es la alegria, sino la ausencia de ella.» Y Ruskin, el gran esteta inglés, ha escrito a su vez: «La alegria es- trepitosa no esta separada en todo el mundo de la muda desespera- cién, mas que por un delgado tabique.» La misma idea que siete si- glos antes, con lenguaje mas ungido de ascetismo, expresaba nues- tro San Francisco de Asis: «Cuando el alma esta triste y llena de congoja, facilmente se convierte entonces hacia los consuelos exte- riores y los vanos placeres del mundo.» Y llamaba por esto mismo a la tristeza mal de Babilonia, porque induce a esa agitacién y de- vaneo. No solo ese furor de divertirse proviene de ausencia de sdlida alegria, sino que llega en ocasiones a ser de la misma implacable ex- terminador. Siempre me parecié digno de estudio el caso de los en- salzadores del placer y de la alegria del vivir, que al poner en practica sus desenfrenadas teorias, van llegando, por el camino légico de esa misma exaltacién, a concebir horror y hastio de la vida. Hombres que repiten a todas horas con Heine, sino con la misma procacidad, si con la misma intencién, la acusacion de que la religion cristiana amor- daza los mas legitimos instintos, y representan el nacer del Cristia- nismo con el poeta aleman, como la brusca irrupcién del descolorido Galileo, de manos ensangrentadas, en el festin de los dioses griegos, apagando sus luces y derribando por tierra las copas de oro, y nos dicen que a partir del reino de la Cruz esta pesando sobre el mundo una nube plomiza y asfixiante, que hace ingrata la existencia—ha sido este el idioma de los Goethe, Lessing, D’Annunzio, Anatole France, y no quiero mencionar hijos de Espafia, por no darles ni si- quiera este liviano honor—a la postre hacen sonar en nuestros oidos el bronco estallido de dolor, de desesperacién, en que maldicen jquién lo creyera! esa misma vida a la que antes endechaban sus himnos mas enardecidos. Ese mismo Heine acabo por llamar a su corazon cruin y siniestro carpintero» que de dia y de noche clavetea, incesan- te, fabricandole su ataud, y le increpa, diciéndole: «eh, daos prisa, maestro carpintero, para que pueda dormir pronto:» Ach, sputet euch, meister Zimmermann, Damit ich balde schlafen kann.

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