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e Mo de los turcos, el azote de los herejes, confusion de los incrédulos. Murió el sacerdote mas santo, el predicador mas fervoroso, el escritor mas sabio, el mas instruido en divinas y humanas letras, el mas versado en las lenguas. Murió el consejero de los príncipes, el árbitro en los negocios mas árduos, el obrador de milagros.. En fin, murió el ministro mas útil y provechoso, que tuyo la Iglesia en aque- llos tiempos, y para que por las señas exteriores, podamos rastrear algo de aquel grande espíritu que animaba su cuerpo, pondremos, aunque en bosquejo, su retrato. Desde jóven empezó á ser de corpulenta estatura, de suerte, que ya grande, des- collaba sobre todos en cualquiera concurso; su rostro apacible y grave, el color era por lo regular entre blanco y encarnado, pero en los últimos años inclinaba á pálido por el rigor de sus ausleri- dades y contínuos trabajos; sus ojos negros, ras- gados y magestuosos, la frente despejada, el cabe- llo negro, aunque en la ancianidad tiraba á cano. Era cuasi calvo, pero con perfeccion, la barba muy poblada y larga entre cana y roja, la nariz aguileña y proporcionada. Su complexion fué ro- busta, su lengua expedita, su voz sonora, su cora- zon generoso, su ingénio pronto, su discurso fun- dado, su entendimiento claro, su memoria sin igual, su comprension fecunda, su juicio madu- ro, su accionar propísimo, su persuasiva grande. Por últimos el natural y todo el exterior de Loren- zo erá tan noble, que aun en su crecida ancianidad traía delineada en la perspectiva de su cuerpo toda la grandeza del espíritu de un San Pablo, como

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