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— 116— bien merecidos á su gran talento. Le estimaban y aun veneraban los Sumos Pontífices, los Cardena- les, los Nuncios, los Emperadores, los Reyes, los Electores del Sacro Romano Imperio, los Embaja- dores, Príncipes y Potentados, todos le respetaban como á un hombre bajado del cielo, 6 como á un ángel en carne humana; llegando á tanto el apre- cio y reverencia que hacian de su santidad y mé- rito, que no solo los Príncipes Seculares, sino los Cardenales, Arzobispos y Obispos se ponian de rodillas para recibir su bendicion, venerándole como á un santo, como veremos despues. Todos estos aplausos eran para el siervo de Dios otras tantas confusiones y temores de su nada, y así suspirando y gimiendo corregia las aclamaciones públicas, huyendo las ocasiones cuanto podia y decia, que adorasen á Dios y venerasen solo á los santos, no dando este nombre al que estaba lleno: de vicios y por eso necesitado mas de oraciones, que de alabanzas. Tenia muy presente los justos juicios de Dios y que muchos que habian consegui- do comun fama de santidad, habian despues caido en abominables y feas culpas y así se le hacian horrorosos los honores y aplausos y de esta suerte se defendia contra las hostilidades de la soberbia. «Hemos visto, decia San Agustin (1), caer estrellas «del firmamento al violento impulso y saña cruel «del infernal dragon. Hemos visto, que aquellos, «que se hallaban entre los hijos de Dios en medio «de piedras encendidas, se aniquilaron en la vir- ee (1)S. Agust, soliloq. Y.
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