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CONFERENCIA DÉCIMANONA 25 todos pereceréis del mismo modo» (1); y aquellas otras del Eclesiástico que me han servido de tema: «Si no hiciéremos penitencia, caeremos en las manos justicieras del Señor.» Mas dirá tal vez alguno: ¿necesitamos pues, para salvarnos entregarnos al ayuno, á las mace- raciones del cuerpo y ejercitarnos en todas aque- llas rigurosas penitencias que leemos en la vida de los santos? ¡Ojalá hubiera en nosotros sufi- ciente fervor y espíritu cristiano para imitar tan loables ejemplos! ¡Pluguiera á Dios que nuestra contrición fuese tal que nos llevase á castigar, como merecen, el cuerpo y los miembros que fue- ron en otro tiempo instrumentos de iniquidad! A esto nos exhorta el Apóstol con estas palabras: «Como entregastéis vuestros miembros al servi- cio de la inmundicia y de la iniquidad, consagrad- los ahora al servicio de la justicia mediante una vida santa» (2). Dios no nos pide, sin embargo, tanto para perdonarnos y salvar nuestra alma; no exige de nosotros aquel rigor y austeridad de vida que resplandece en los santos del Catolicismo; se contenta con nuestro arrepentimiento, con la de- testación sincera de las culpas cometidas, con aquel grado de mortificación necesario para man- tener á raya los apetitos viciosos é impedir que nos arrastren al quebrantamiento de los divinos mandamientos. Pero con todo, aunque Dios para otorgarnos (1) Luc., XIII, 5. (2) Rom., VI, 19.
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