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CONFERENCIA TRIGÉSIMA 221 Desde luego sabemos, que las almas allí dete- nidas, padecen la pena de daño, que es estar pri- vadas de la vista y compañía de Dios, lo cual es en sí mismo tan terrible y espantoso que supera á todo lo que nosotros podemos imaginar. Porque estar una alma apartada de la compañía de Dios, es hallarse fuera de su centro, es estar en estado de violencia incomprensible, es levantarse siempre hacia Dios y ser siempre rechazada de Él, es de- sear constantemente unirse á Dios, por la caridad que en sí tiene el alma, y mirarse siempre separa- da, es, en fin, estar privada de la vista de su Creador, de su Redentor, de su Padre, de su con- suelo, de su esperanza y del sumo bien. Añadid á esto la pena de sentido y principalmente el tor- mento del fuego, del cual dice el Padre San Agus- tín (1): «Que el fuego del purgatorio es más doloroso que cuanto se puede ver en este mundo, más que todo lo que se puede padecer, y más aún de lo que se puede imaginar.» Mas por espantoso que sea todo ¡o dicho, el purgatorio no es lugar de desesperación; la cari- dad de Dios alumbra las tinieblas de aquella terri- ble cárcel y á su entrada está grabada la palabra dulcísima de la esperanza. Aquellas almas sort hijas de Dios, recluídas temporalmente en aquel lugar, pero no son abandonadas de su amorosa Providencia. Porque ya sabéis que la Iglesia, al definir como dogma de fe la existencia del purga- (1) Sermo. XLI, de Sanct.
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