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CONFERENCIA VIGÉSIMA OCTAVA 191 salud á que aludía David, y con el cual se proponía agradecer á Dios sus beneficios, es el himno de acción de gracias que Jesucristo entonó en el Cenáculo la noche de su Pasión, repetido cons- tantemente á lo largo de los siglos; himno que resuena en los oídos de Dios incomparablemente más harmonioso que las suaves y dulcísimas me- lodías de los espíritus celestiales y que Jesucristo renueva cada día en la Misa. Esta acción de gra- cias, es infinita y en vano buscaríamos nosotros otra más eficaz para agradecer á Dios la muche- dumbre de sus beneficios, porque es imposible encontrarla. ¿Pues quién no ve cuán eficaz sea también el Santo Sacrificio de nuestros altares para ofrecer á Dios una satisfacción condigna de todos nues- tros pecados, y reparar cumplidamente el ultraje que con ellos le hemos inferido? La muerte de Jesucristo en la Cruz fué, ante todo, un Sacrificio expiatorio ofrecido expresamente en satisfacción del pecado de nuestros primeros padres y de los de sus descendientes. El día en que Jesucristo consumó entre atrocísimos tormentos su terrible y misericordioso Sacrificio, quedaron saldadas las antiguas cuentas que la humanidad pecadora tenía pendientes con Dios; la sangre de la Víctima Divina borró todas nuestras iniquidades, que- dando, desde entonces, reconciliado el cielo con la tierra, y destruído el muro de división que el pecado había levantado entre Dios y los hombres. Pues bien: la Misa, que es una renovación in-

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