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CONFERENCIA DUODÉCIMA ER AAA ero ósculos en su frente virginal, le decía: «Hijo mío, después de Dios nada amo tanto como á tí; sin embargo, te aseguro que, á pesar de todo el entrañable amor que te profeso, antes que ver tu alma manchada con un pecado mortal, preferiría mil veces verte muerto á mis pies.» Ahí os será dado admirar esposas tan edificantes como las santas reinas Isabel de Hungría é Isabel de Por- tugal, á la bienaventurada Delfina y á otras innu- merables que santificaron con sus heroicas vir- tudes el estado del matrimonio; ahí podréis admi- rar el candor y la inocencia personificados en la angelical Rosa de Viterbo, en la extática María Crescencia Shoss, en la valerosa Juana de Arco, la doncella de Orleáns, que salvó á su patria del yugo de los ingleses, y en otra multitud de jóve- nes que encontraron en la O. T. un apoyo firmí- simo para su virtud y á quienes sirvió admirable- mente la Regla de la misma para preservarse de la corrupción del siglo. Porque esa santa Institución no se ha conten- tado con arraigar en la mujer las ideas cristianas, como fundamento: estable de toda virtud; no le ha inspirado solamente la devoción y el senti- miento de la más acendrada piedad, sino que, ade- más, ha adoptado medidas prudentes y dictado consejos eficaces para librarla de todo aquello que puede herir su pudor y mancillar su honesti- dad. La modestia y sencillez en el vestir, la tem- planza en los placeres, aun lícitos y permitidos, la abstención de teatros, bailes y espectáculos en 14 197
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