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233 sas, hiriendo sus pechos en señal de dolor *. ¡Ah! ¿A quién, sino á María, se deben estos triunfos de la fe? ¿A quién, sino á ella debemos el conocimiento de Dios? ¿A quién esas gracias, que nos llaman y nos excitan á dejar el camino de perdicion? ¿A quién deberemos el don de la perseverancia final? ¿A quién la corona de gloria, que Dios reserva en el cielo para los escogidos? Al celo con que María procura engrandecer las glorias de su Hijo, arrancando al infernal dragon las almas, que queria que fuesen suyas. Imitemos á María Santísima en el celo que ella tuvo y tiene por la gloria de Dios, dándosela en todas nues- tras acciones y palabras, y pensamientos; pues, si nues- tras obras no son conformes á la ley de Dios, en vano nos mostraremos celosos de su gloria: para que nuestro celo no sea aquel, que produce contencion y emulacion, hagamos que proceda de la caridad, y que tenga por objeto la gloria de Dios y el bien del prójimo. Este celo nos dará tambien aquella ciencia necesaria, para vivir santamente entre los mundanos, y huir de sus conver- saciones irreligiosas é impías: y si no podemos evitar su trato, nos enseñará á hacer lo que hacia la Virgen, cuando se encontraba en medio de ellos en el Calvario. Sí, cada yez que oigamos alguna palabra mala , ó algun discurso, que no podemos evitar sin causar mayores males, mostremos en nuestro semblante nuestro des- agrado, y hagamos en el corazon actos de adoracion y amor al Señor. t” Luc. cap. 23. v. 47. 48

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