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He aquí el mérito ; que sea reconocida su virtud por todo género de gentes, sin necesidad de citar otros testimonios que el convencimiento de ellos mismos, ante aquél dechado de vida austera, candorosa, ejemplar y que llevaba a Dios. Un sacerdote de la Orden que vivió treinta años con el Siervo de Dios y fue su último confesor, dio este testimonio: Si Fray Leopoldo hubiera convivido, en el mismo convento, con los restantes hermanos capuchinos que hoy están en los altares, pienso que Fray Leopoldo, por su virtud, sería uno más entre ellos; no desentonaría, en absoluto, junto a sus hermanos ya beatificados o canonizados. Próximo ya a cumplir sus 89 años, seguía saliendo a la limosna con la fidelidad y eficiencia de sus mejores años. Pero en la tarde del 9 de febrero de 1953, el Señor le quiso firmar la jubilación de su cargo de limosnero. Aquella tarde, en un piso de la Placeta de los Lobos, dió su última lección de mendigo por Dios. Y cayó al pie del cañón, como los buenos. En la escalera le espiaba el maligno que, como a Job, se lo había pedido a Dios para probar su virtud. Y el resultado de la prueba fue fractura de fémur. A esto siguieron tres años de sufrimientos. Tres años de acrisolamiento de virtudes. Tres años, más en el mundo de lo invisible que en la tierra. Y a los tres años exactos, 9 de Febrero de 1956, la hermana muerte le abrió las puertas del Paraíso . * * * De tiempo atrás, los objetos que tenían relación con Fray Leopoldo eran con– servados por muchos como preciadas reliquias. Las estampas o medallas que repartía ; el trozo de hábito o de cordón, cortado a hurtadillas por los más atre– vidos ; el crucifijo o la imagen que, con el pretexto de que los viera, habían puesto en sus manos para que los tocara ; el vaso en el que había bebido agua, y... fuerza es decirlo, hasta la silla donde se había sentado. Pero cuando estos fervores se desbordaron más allá de lo correcto, fue du– rante los dos días que su cadáver permaneció en la iglesia. La vigilancia de los religiosos fue incapaz de contener el fervor de los fieles. Fray Leopoldo rehusó siempre vestir hábitos nuevos, pero nunca pudo figu– rarse que bajaría al sepulcro con un hábito, tan maltratado, como el que le dejó la devoción de sus admiradores. Le arrebatarían, como poco, dos terceras partes bien cumplidas de su sayal. Su entierro provocó no pocos conflictos de tráfico. Tras dos años de sepultura, en la parcela conventual del cementerio, sus restos fueron trasladados a la iglesia de su convento. Y cinco años después de su muerte, le fue incoado el proceso de Beatificación y Canonización. No seria fácil tarea, la de llevar contabilidad de las personas que constante- . mente acuden a su sepulcro, ni de los favores que se atribuyen a su intercesión. Son sinnúmero y sorprendentes. * * * Ante esta vida sencilla, bienhechora como un rayo_de luz, y ante la multitud de gracias que la divina benevolencia se digna conceder por la intercesión de este Siervo de Dios, la frase que acude a los labios, sin esfuerzo, y que hallamos muchas veces en el libro de autógrafos de su sepulcro, es ésta, fiel cumplimiento de las palabras de Cristo : «Dios ensalza a los humildes.» FRAY ANGEL DE LEÓN 9

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