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la gracia de que apareciera de nuevo, en su bolsillo, la mo– neda que había depositado en la caja del santero. Cuentan , cómo socorría a los pobres a costa de quedarse él en ayunas, y que más de una vez le vieron caminar descalzo por haber dado de limosna sus zapa– tos. Ya próximo a ingresar en el convento, repartió entre un gru– po de mendigos, todo el dinero que había ganado, durante varios meses de trabajo, en las duras faenas de la recolección. A los treinta y tres años, quebrando el idilio de un amor puro, en orden al matrimonio y venciendo otras serias dificulta– des, abandonó la tierra que le vio nacer, y que había cultivado con honradez, para vestir, en Se– villa, el austero sayal de los hijos de San Francisco. * * * Resulta imposible reseñar en pocas líneas el número y ca– lidad de sus virtudes. Diremos que su vida se ca– racterizó, en cada uno de los días de sus cincuenta y siete años de capuchino, por su rara ejempla– ridad y por un estilo ascético que yo llamaría siglo XX. La perfección por una exactitud amorosa e irreprochable en el cumplimiento de sus deberes, Iglesia Parroqial de Alpandeire. A pesar de las profanaciones de 1936, se conserv;i la misma pila bautismal donde el Siervo de Dios fué ((Injertado en Cristo» en junio de 1864. de suyo monótonos, desprovistos de todo lucimiento y más bien humillantes . Su vida al exterior discurrió como un cristalino raudal, remansado en las concavidades pétreas de su fe inconmovible. Exponente de esa fe era su absoluta conformidad con la voluntad de Dios, fundamento de toda perfección. «No basta clamar : Señor, Señor». Hombre de pocas palabras, rechaza todo argumento que no sean los hechos, dentro del cumplimiento de su misión de ser un instrumento dócil en las manos de Dios. Vive, al unísono con el divino beneplácito, cada minuto y cada problema. A Dios refiere todo suceso grande o pequeño, favorable o adverso. Y como para él, la voluntad de Dios es la única razón que cuenta, la acepta siempre con todas sus consecuencias, jubiloso y confiado, porque sabe que cuanto le suceda, está dispuesto para su bien por aquella amorosa Providencia. Por eso cuando en las horas peores de su última enfermedad le preguntaban por su estado, respondía : «Estoy bien, porque estoy como Dios quiere».
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