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8 de verdad religiosa; por eso, para poder leer libros de religién, todos, aun los mas ancianos y enfermos, intentaron aprender el alfabeto, y en verdad que su buena voluntad supo vencer todas las dificultades. Pero hay mas todavia; también aprenden a cantar. Un buen hermano capuchino, Fray Tedtimo, su enfermero, ha sido su maestro de canto, y con paciencia verdaderamente benedictina, ha logrado ensefiarles algunos cantos en la lengua de los Gallas. Es verdad que no ha podido fundar una capilla, . porque la lepra no perdona nada de nuestro cuerpo, y la garganta experi- menta los estragos del mal, y si hay algo triste en la vida, ese algo es oir hablar a un leproso con voz que no tiene nada de humano, es un silbido cor- to, sin timbre, formado a costa de esfuerzo, y apagado antes de llegara los labios. Pero no todos se ven reducidos a un estado tan lamentable. Todos cuantos pueden emitir algunas notas, consagranel resto de su voz a loara Dios por haberles preparado un asilo en la tierra, esperando que les dara un dia entrada en el paraiso. Y ahora visitemos al Venerable religioso, al Padre de la Misidn: al P. Carlos. {Que abnegacién la suya! El gobierno francés, y es cosa que le hon- ra, acaba de condecorar al P. Carlos con la legién de honor. Llegado a la misién, poco después de su ordenacién sacerdotal, hace 25 afios que vive rodeado de leprosos. Y cuando hace algunos afios se pen- s6 en confiarle otro ministerio, los pobrecitos leprosos, de quienes es padre, descolgaron el cuadro del Corazén de Jestis y presentdndolo al Vicario Apostélico, le dijeron con los ojos arrasados en lagrimas: «En nombre del Coraz6n de Jestis, dejadnos a nuestro Padre». Y el P. Carlos, testigo de esta escena, grandemente emocionado, hasta deshacerse en Ilanto, no pudo menos de exclamar, dirigiéndose a su Obispo: Ya veis, Monsejior, que es necesario que yo viva y muera entre ellos y con ellos». Que el cielo le conceda largos afios de vida para realizar proezas como las que él nos cuenta. «Un leproso cuyos dedos se veian comidos por la le- pra, acababa de perder un ojo. Un dia, encontrése con el P. Carlos que visi- taba muy de majiana las casitas de los enfermos y le mostré la cuenca va- cia. j;Animo, le dijo el Padre, que se cumpla la voluntad de’ Dios!. Hay que ofrecer el sacrificio de ese ojo a nuestro Dios. Oh si, responde el leproso, que se cumpla la volutad de Dios. Le doy gracias por haberme conservado el otro ojo; pero si es de su agrado, puede también Ilevdrselo, pues él me lo ha dado. Puede también apoderarse de todo mi ser, pues todo lo he recibido de él. Estoy persuadido que me lo devolverd todo en el paraiso.» Ved a un leproso sublimado por el sufrimiento a la altura de los santos. Si no todos son santos, todos al menos mueren como predestinados, afiade el P. Carlos; pero lo que no cuenta el P. Carlos es, que muchas veces le ha sucedido tener que aplicar sus ofdos a los labios de un leproso agonizante para escuchar sus ultimas confidencias, pareciéndose entonces a Jesucristo tendido en la cruz de la humanidad leprosa.

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