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dicién esencial del perdén di- vino. NTE eee met Asflo dice N. Sefior en otro lugar, precisamente en el lugar que nos ensefia orar: dimitte nobis debita nostra, sicut et nos dimiftimus _debitoribus nostris. Y para dar \a mayor claridad posible a sus pe- labras afiade. «Si autem non dimiseritis hominibus, nec pater ves- ter dimittet vobis peccata-vestra.> No os lisonjeeis y os engafieis a vosotros mismos, hermanos muy queridos; Dios no revoca sus leyes universales; ni siquiera hace excepciones. No; no seréis perdonados si no perdonais. Ni las mas largas oraciones, nilas mas espléndidas limosnas a los pobres, ni los rigores de la més 4spera penitencia; ni siquiera la intercesién de los mas grandes santos y de la misma Sme. Virgen Marfa, podran obteneros un perdén que Ginica y exclusivamente se obtiene perdo- nando, Faciam ego tibi debitori meo, guod tu facis debitori tuo, como lo comenta S. Agustin. Entremos dentro de nosotros mismos, y rumiemos detenidamen- te esta hermosa y a la vez terrible parabola, sacando como consecuen- cia, que el perd6n de los enemigos es la condicién esencial del perd6n que nosotros queremos conseguir de Dios. El cristiano no tiene, ni puede ni debe tener enemigos, o adversarios; christianus nullius est hostis era un aforismo comin en los primeros sigios del cristianismo ya que el verdadero discfpulo de Cristo debe vivir de la caridad, la cual excluye toda enemistad. Verdad es que esto nos parece duro; pero asf nos ha sido mandado por Jesucristo con aquellas palabras ma- jestuosas con que acostumbraba promulgar sus preceptos: Ego aufem dico vobis: Diligite inimicos vestros, benefacite his gui.oderunt vos; et orate pro persequentibus et calumniantibus vos. Palabras sublimes que superan a todo lo que ha podido sofiar la mas elevada filosofia. Solamente Jestis, divino y supremo maesiro del mundo, pudo im- poner con su infinita autoridad preceptos que jam4s fueron sospecha- dos por los més grandes legisladores del mundo y que atin hoy dfa parecen imposibles a los corazones carnales. No basta dejar de ofen- . der al préjimo, ni perdonarie las ofensas, ni sufrir con paciencia sus injurias, ni ain arrojar de nuestro pecho todo sentimiento de rencor de odio o de venganza; es necesario amar a nuestros enemigos, ha- cerles bien, rogar a Dios por ellos, Esta es la perfeccién de la virtud que Jesucristo exige de nosotros, de sus discipulos; perfeccién ardua mas no imposible, siempre [4cil con el auxilio de la gracia. Mas_ nos admira S, Esteban cuando ruega por los que le apedrean, que cuan- do da la vida por su maestro, como afirma el Nacianceno: maius ali- guid morte offerens, dilectionem inimicorum. S. Pablo sin duda més sublime apéstol cuando desea ser anatema por sus_ perseguidores, que cuando se consume en deseos de conquistar almas para Jesucris- to. As{mismo todos los santos que han rogado por sus. enemigos;
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